Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores
Karl Marx
Fundada el 28 de septiembre de 1864,
en una Asamblea Pública
celebrada en Saint Martin's Hall de Long Acre,
Londres[1]
Trabajadores:
Es un hecho notabilísimo el que la miseria de las masas trabajadoras no haya disminuido desde 1848 hasta 1864, y, sin embargo, este período ofrece un desarrollo incomparable de la industria y el comercio. En 1850, un órgano moderado de la burguesía británica, bastante bien informado, pronosticaba que si la exportación y la importación de Inglaterra ascendían a un 50 por 100, el pauperismo descendería a cero. Pero, ¡ay! el 7 de abril de 1864, el canciller del Tesoro [*] cautivaba a su auditorio parlamentario, anunciándole que el comercio de importación y exportación había ascendido en el año de 1863 «a 443.955.000 libras esterlinas, cantidad sorprendente, casi tres veces mayor que el comercio de la época, relativamente reciente, de 1843». Al mismo tiempo, hablaba elocuentemente de la «miseria». «Pensad —exclamaba— en los que viven al borde de la miseria», en los «salarios... que no han aumentado», en la «vida humana... que de diez casos, en nueve no es otra cosa que una lucha por la existencia». No dijo nada del pueblo irlandés, que en el Norte de su país es remplazado gradualmente por las máquinas, y en el Sur, por los pastizales para ovejas. Y aunque las mismas ovejas disminuyen en este desgraciado país, lo hacen con menos rapidez que los hombres. Tampoco repitió lo que acababan de descubrir en un acceso súbito de terror los más altos representantes de los «diez mil de arriba». Cuando el pánico producido por los «estranguladores» [2] adquirió grandes proporciones, la Cámara de los Lores ordenó que se hiciera una investigación y se publicara un informe sobre los penales y lugares de deportación. La verdad salió a relucir en el voluminoso Libro Azul de 1863 [3], demostrándose con hechos y guarismos oficiales que los peores criminales condenados, los presidiarios de Inglaterra y Escocia, trabajaban muchos menos y estaban mejor alimentados que los trabajadores agrícolas de esos mismos países. Pero no es eso todo. Cuando a consecuencia de la guerra civil de Norteamérica [4], quedaron en la calle los obreros de los condados de Lancaster y de Chester, la misma Cámara de los Lores envió un médico a los distritos industriales, encargándole que averiguase la cantidad mínima de carbono y de nitrógeno, administrable bajo la forma más corriente y menos cara, que pudiese bastar por término medio «para prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre». El Dr. Smith, médico delegado, averiguó que 28.000 gramos de carbono y 1.330 gramos de nitrógeno semanales eran necesarios, por término medio, para conservar la vida de una persona adulta... en el nivel mínimo, bajo el cual comienzan las enfermedades provocadas por el hambre. Y descubrió también que esta cantidad no distaba mucho del escaso alimento a que la extremada miseria acababa de reducir a los trabajadores de las fábricas de tejidos de algodón [**]. Pero escuchad aún: Algo después, el docto médico en cuestión fue comisionado nuevamente por el Consejero Médico del Consejo Privado, para hacer un informe sobre la alimentación de las clases trabajadoras más pobres. El "Sexto Informe sobre la Sanidad Pública", dado a la luz en este mismo año por orden del parlamento, contiene el resultado de sus investigaciones. ¿Qué ha descubierto el doctor? Que los tejedores en seda, las costureras, los guanteros, los tejedores de medias, etc., no recibían, por lo general, ni la miserable comida de los trabajadores en paro forzoso de la fábrica de tejidos de algodón, ni siquiera la cantidad de carbono y nitrógeno «suficientes para prevenir las enfermedades ocasionadas por el hambre».
«Además» —citamos textualmente el informe— «el examen del estado de las familias agrícolas ha demostrado que más de la quinta parte de ellas se hallan reducidas a una cantidad de alimentos carbonados inferior a la considerada suficiente, y más de la tercera parte a una cantidad menos que suficiente de alimentos nitrogenados; y que en tres condados (Berks, Oxford y Somerset), el régimen alimenticio se caracteriza, en general, por su insuficiente contenido en alimentos nitrogenados». «No debe olvidarse» —añade el dictamen oficial— «que la privación de alimento no se soporta sino de muy mala gana, y que, por regla general, la falta de alimento suficiente no llega jamás sino después de muchas otras privaciones... La limpieza misma es considerada como una cosa cara y difícil, y cuando el sentimiento de la propia dignidad impone esfuerzos por mantenerla, cada esfuerzo de esta especie tiene que pagarse necesariamente con un aumento de las torturas del hambre». «Estas reflexiones son tanto más dolorosas, cuanto que no se trata aquí de la miseria merecida por la pereza, sino en todos los casos de la miseria de una población trabajadora. En realidad, el trabajo por el que se obtiene tan escaso alimento es, en la mayoría de los casos, un trabajo excesivamente prolongado».
El dictamen descubre el siguiente hecho extraño, y hasta inesperado: «De todas las regiones del Reino Unido», es decir, Inglaterra, el País de Gales, Escocia e Irlanda, «la población agrícola de Inglaterra», precisamente la de la parte más opulenta, «es evidentemente la peor alimentada»; pero hasta los labradores de los condados de Berks, Oxford y Somerset están mejor alimentados que la mayor parte de los obreros calificados que trabajan a domicilio en el Este de Londres.
Tales son los datos oficiales publicados por orden del parlamento en 1864, en el siglo de oro del librecambio, en el momento mismo en que el canciller del Tesoro decía a la Cámara de los Comunes que
«la condición de los obreros ingleses ha mejorado, por término medio, de una manera tan extraordinaria, que no conocemos ejemplo semejante en la historia de ningún país ni de ninguna edad».
Estas exaltaciones oficiales contrastan con la fría observación del dictamen oficial de la Sanidad Pública:
«La salud pública de un país significa la salud de sus masas, y es casi imposible que las masas estén sanas si no disfrutan, hasta lo más bajo de la escala social, por lo menos de un bienestar mínimo».
Deslumbrado por los guarismos de las estadísticas, que bailan ante sus ojos demostrando el «progreso de la nación», el canciller del Tesoro exclama con acento de verdadero éxtasis:
«Desde 1842 hasta 1852, la renta imponible del país aumentó en un 6%; en ocho años, de 1853 a 1861, aumentó ¡en un veinte por ciento! Este es un hecho tan sorprendente, que casi es increíble... Tan embriagador aumento de riqueza y de poder» —añade Mr. Gladstone— «se halla restringido exclusivamente a las clases poseedoras».
Si queréis saber en qué condiciones de salud perdida, de moral vilipendiada y de ruina intelectual ha sido producido y se está produciendo por las clases laboriosas ese «embriagador aumento de riqueza y de poder, restringido exclusivamente a las clases poseedoras», examinad la descripción que se hace en el último «Informe sobre la Sanidad Pública» referente a los talleres de sastres, impresores y modistas. Comparad el «Informe de la Comisión para examinar el trabajo de los niños», publicado en 1863 y donde se prueba, entre otras cosas, que
«los alfareros, hombres y mujeres, constituyen un grupo de la población muy degenerado, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista intelectual»; que «los niños enfermos llegan a ser, a su vez, padres enfermos»; que «la degeneración progresiva de la raza es inevitable» y que «la degeneración de la población del condado de Stafford habría sido mucho mayor si no fuera por la continua inmigración procedente de las regiones vecinas y por los matrimonios mixtos con capas de la población más robustas».
¡Echad una ojeada en el Libro Azul al informe del señor Tremenheere, sobre las «Quejas de los oficiales panaderos»! Y quién no se ha estremecido al leer la paradójica declaración de los inspectores de fábrica, ilustrada por los datos demográficos oficiales, según la cual la salud pública de los obreros de Lancaster ha mejorado considerablemente, a pesar de hallarse reducidos a la ración de hambre, porque la falta de algodón los ha echado temporalmente de las fábricas; y que la mortalidad de los niños ha disminuido, porque al fin pueden las madres darles el pecho en vez del cordial de Godfrey.
Pero volvamos una vez más la medalla. Por el informe sobre el impuesto de las Rentas y Propiedades presentado a la Cámara de los Comunes el 20 de julio de 1864, vemos que del 5 de abril de 1862 al 5 de abril de 1863, 13 personas han engrosado las filas de aquellos cuyas rentas anuales están evaluadas por el cobrador de las contribuciones en 50.000 libras esterlinas y más, pues su número subió en ese año de 67 a 80. El mismo informe descubre el hecho curioso de que unas 3.000 personas se reparten entre sí una renta anual de 25.000.000 de libras esterlinas, es decir, más de la suma total de ingresos distribuida anualmente entre toda la población agrícola de Inglaterra y del País de Gales. Abrid el registro del censo de 1861 y hallaréis que el número de los propietarios territoriales de sexo masculino en Inglaterra y en el País de Gales se ha reducido de 16.934 en 1851, a 15.066 en 1861, es decir, la concentración de la propiedad territorial ha crecido en diez años en un 11% Si en Inglaterra la concentración de la propiedad territorial sigue progresando al mismo ritmo, la cuestión territorial se habrá simplificado notablemente, como lo estaba en el Imperio Romano, cuando Nerón se sonrió al saber que la mitad de la provincia de Africa pertenecía a seis personas.
Hemos insistido tanto en estos «hechos, tan sorprendentes, que son casi increíbles», porque Inglaterra está a la cabeza de la Europa comercial e industrial. Acordaos de que hace pocos meses uno de los hijos refugiados de Luis Felipe felicitaba públicamente al trabajador agrícola inglés por la superioridad de su suerte sobre la menos próspera de sus camaradas de allende el Estrecho. Y en verdad, si tenemos en cuenta la diferencia de las circunstancias locales, vemos los hechos ingleses reproducirse, en escala algo menor, en todos los países industriales y progresivos del continente. Desde 1848 ha tenido lugar en estos países un desarrollo inaudito de la industria y una expansión ni siquiera soñada de las exportaciones y de las importaciones. En todos ellos «el aumento de la riqueza y el poder, restringido exclusivamente a las clases poseedoras» ha sido en realidad «embriagador». En todos ellos, lo mismo que en Inglaterra, una pequeña minoría de la clase trabajadora ha obtenido cierto aumento de su salario real; pero para la mayoría de los trabajadores, el aumento nominal de los salarios no representa un aumento real del bienestar, ni más ni menos que el aumento del coste del mantenimiento de los internados en el asilo para pobres o en el orfelinato de Londres, desde 7 libras, 7 chelines y 4 peniques que costaba en 1852, a 9 libras, 15 chelines y 8 peniques en 1861, no les beneficia en nada a esos internados. Por todas partes, la gran masa de las clases laboriosas descendía cada vez más bajo, en la misma proporción, por lo menos, en que los que están por encima de ella subían más alto en la escala social. En todos los países de Europa -y esto ha llegado a ser actualmente una verdad incontestable para todo entendimiento no enturbiado por los prejuicios y negada tan sólo por aquellos cuyo interés consiste en adormecer a los demás con falsas esperanzas-, ni el perfeccionamiento de las máquinas, ni la aplicación de la ciencia a la producción, ni el mejoramiento de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias, ni la emigración, ni la creación de nuevos mercados, ni el libre cambio, ni todas estas cosas juntas están en condiciones de suprimir la miseria de las clases laboriosas; al contrario, mientras exista la base falsa de hoy, cada nuevo desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo ahondará necesariamente los contrastes sociales y agudizará más cada día los antagonismos sociales. Durante esta embriagadora época de progreso económico, la muerte por inanición se ha elevado a la categoría de una institución en la capital del Imperio británico. Esta época está marcada en los anales del mundo por la repetición cada vez más frecuente, por la extensión cada vez mayor y por los efectos cada vez más mortíferos de esa plaga de la sociedad que se llama crisis comercial e industrial.
Después del fracaso de las revoluciones de 1848, todas las organizaciones del partido y todos los periódicos de partido de las clases trabajadoras fueron destruidos en el continente por la fuerza bruta. Los más avanzados de entre los hijos del trabajo huyeron desesperados a la república de allende el océano, y los sueños efímeros de emancipación se desvanecieron ante una época de fiebre industrial, de marasmo moral y de reacción política. Debido en parte a la diplomacia del Gobierno inglés, que obraba con el gabinete de San Petersburgo, la derrota de la clase obrera continental esparció bien pronto sus contagiosos efectos a este lado del Estrecho. Mientras la derrota de sus hermanos del continente llevó el abatimiento a las filas de la clase obrera inglesa y quebrantó su fe en la propia causa, devolvió al señor de la tierra y al señor del dinero la confianza un tanto quebrantada. Estos retiraron insolentemente las concesiones que habían anunciado con tanto alarde. El descubrimiento de nuevos terrenos auríferos produjo una inmensa emigración y un vacío irreparable en las filas del proletariado de la Gran Bretaña. Otros, los más activos hasta entonces, fueron seducidos por el halago temporal de un trabajo más abundante y de salarios más elevados, y se convirtieron así en «esquiroles políticos». Todos los intentos de mantener o reorganizar el movimiento cartista [5] fracasaron completamente. Los órganos de prensa de la clase obrera fueron muriendo uno tras otro por la apatía de las masas, y, de hecho, jamás el obrero inglés había parecido aceptar tan enteramente un estado de nulidad política. Así pues, si no había habido solidaridad de acción entre la clase obrera de la Gran Bretaña y la del continente, había en todo caso solidaridad de derrota.
Sin embargo, este período transcurrido desde las revoluciones de 1848 ha tenido también sus compensaciones. No indicaremos aquí más que dos hechos importantes.
Después de una lucha de treinta años, sostenida con una tenacidad admirable, la clase obrera inglesa, aprovechándose de una disidencia momentánea entre los señores de la tierra y los señores del dinero, consiguió arrancar la ley de la jornada de diez horas [6]. Las inmensas ventajas físicas, morales e intelectuales que esta ley proporcionó a los obreros fabriles, señaladas en las memorias semestrales de los inspectores del trabajo, son ahora reconocidas en todas partes. La mayoría de los gobiernos continentales tuvo que aceptar la ley inglesa del trabajo bajo una forma más o menos modificada; y el mismo parlamento inglés se ve obligado cada año a ampliar la esfera de acción de esta ley. Pero al lado de su significación práctica, había otros aspectos que realzaban el maravilloso triunfo de esta medida para los obreros. Por medio de sus sabios más conocidos, tales como el doctor Ure, profesor Senior y otros filósofos de esta calaña, la burguesía había predicho, y demostrado hasta la saciedad, que toda limitación legal de la jornada de trabajo sería doblar a muerto por la industria inglesa, que, semejante al vampiro, no podía vivir más que chupando sangre, y, además, sangre de niños. En tiempos antiguos, el asesinato de un niño era un rito misterioso de la religión de Moloc, pero se practicaba sólo en ocasiones solemnísimas, una vez al año quizá, y, por otra parte, Moloc no tenía inclinación exclusiva por los hijos de los pobres. Esta lucha por la limitación legal de la jornada de trabajo se hizo aún más furiosa, porque —dejando a un lado la avaricia alarmada— de lo que se trataba era de decidir la gran disputa entre la dominación ciega ejercida por las leyes de la oferta y la demanda, contenido de la Economía política burguesa, y la producción social controlada por la previsión social, contenido de la Economía política de la clase obrera. Por eso, la ley de la jornada de diez horas no fue tan sólo un gran triunfo práctico, fue también el triunfo de un principio; por primera vez la Economía política de la burguesía había sido derrotada en pleno día por la Economía política de la clase obrera.
Pero estaba reservado a la Economía política del trabajo el alcanzar un triunfo más completo todavía sobre la Economía política de la propiedad. Nos referimos al movimiento cooperativo, y, sobre todo, a las fábricas cooperativas creadas, sin apoyo alguno, por la iniciativa de algunas «manos» («hands») [***] audaces. Es imposible exagerar la importancia de estos grandes experimentos sociales que han mostrado con hechos, no con simples argumentos, que la producción en gran escala y al nivel de las exigencias de la ciencia moderna, puede prescindir de la clase de los patronos, que utiliza el trabajo de la clase de las «manos»; han mostrado también que no es necesario a la producción que los instrumentos de trabajo estén monopolizados como instrumentos de dominación y de explotación contra el trabajador mismo; y han mostrado, por fin, que lo mismo que el trabajo esclavo, lo mismo que el trabajo siervo, el trabajo asalariado no es sino una forma transitoria inferior, destinada a desaparecer ante el trabajo asociado que cumple su tarea con gusto, entusiasmo y alegría. Roberto Owen fue quien sembró en Inglaterra las semillas del sistema cooperativo; los experimentos realizados por los obreros en el continente no fueron de hecho más que las consecuencias prácticas de las teorías, no descubiertas, sino proclamadas en voz alta en 1848.
Al mismo tiempo, la experiencia del período comprendido entre 1848 y 1864 ha probado hasta la evidencia que, por excelente que sea en principio, por útil que se muestre en la práctica, el trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento en progresión geométrica del monopolio, ni emancipar a las masas, ni aliviar siquiera un poco la carga de sus miserias. Este es, quizá, el verdadero motivo que ha decidido a algunos aristócratas bien intencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema cooperativo, que en vano habían tratado de sofocar en germen, ridiculizándolo como una utopía de soñadores o estigmatizándolo como un sacrilegio socialista. Para emancipar a las masas trabajadoras, la cooperación debe alcanzar un desarrollo nacional y, por consecuencia, ser fomentada por medios nacionales. Pero los señores de la tierra y los señores del capital se valdrán siempre de sus privilegios políticos para defender y perpetuar sus monopolios económicos. Muy lejos de contribuir a la emancipación del trabajo, continuarán oponiéndole todos los obstáculos posibles. Recuérdense las burlas con que lord Palmerston trató de silenciar en la última sesión del parlamento a los defensores del proyecto de ley sobre los derechos de los colonos irlandeses. «¡La Cámara de los Comunes —exclamó— es una Cámara de propietarios territoriales!».
La conquista del poder político ha venido a ser, por lo tanto, el gran deber de la clase obrera. Así parece haberlo comprendido ésta, pues en Inglaterra, en Alemania, en Italia y en Francia, se han visto renacer simultáneamente estas aspiraciones y se han hecho esfuerzos simultáneos para reorganizar políticamente el partido de los obreros.
La clase obrera posee ya un elemento de triunfo: el número. Pero el número no pesa en la balanza si no está unido por la asociación y guiado por el saber. La experiencia del pasado nos enseña cómo el olvido de los lazos fraternales que deben existir entre los trabajadores de los diferentes países y que deben incitarles a sostenerse unos a otros en todas sus luchas por la emancipación, es castigado con la derrota común de sus esfuerzos aislados. Guiados por este pensamiento, los trabajadores de los diferentes países, que se reunieron en un mitin público en Saint Martin's Hall el 28 de septiembre de 1864, han resuelto fundar la Asociación Internacional.
Otra convicción ha inspirado también este mitin.
Si la emancipación de la clase obrera exige su fraternal unión y colaboración, ¿cómo van a poder cumplir esta gran misión con una política exterior que persigue designios criminales, que pone en juego prejuicios nacionales y dilapida en guerras de piratería la sangre y las riquezas del pueblo? No ha sido la prudencia de las clases dominantes, sino la heroica resistencia de la clase obrera de Inglaterra a la criminal locura de aquéllas, la que ha evitado a la Europa Occidental el verse precipitada a una infame cruzada para perpetuar y propagar la esclavitud allende el océano Atlántico. La aprobación impúdica, la falsa simpatía o la indiferencia idiota con que las clases superiores de Europa han visto a Rusia apoderarse del baluarte montañoso del Cáucaso y asesinar a la heroica Polonia; las inmensas usurpaciones realizadas sin obstáculo por esa potencia bárbara, cuya cabeza está en San Petersburgo y cuya mano se encuentra en todos los gabinetes de Europa, han enseñado a los trabajadores el deber de iniciarse en los misterios de la política internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus gobiernos respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los medios de que dispongan; y cuando no se pueda impedir, unirse para lanzar una protesta común y reivindicar que las sencillas leyes de la moral y de la justicia, que deben presidir las relaciones entre los individuos, sean las leyes supremas de las relaciones entre las naciones.
La lucha por una política exterior de este género forma parte de la lucha general por la emancipación de la clase obrera.
¡Proletarios de todos los países, uníos!.
NOTAS
[*] W. Gladstone. (N. de la Edit.)
[**] Dudo de que haya necesidad de recordar al lector que el carbono y el nitrógeno constituyen, con el agua y otras substancias inorgánicas, las materias primas de los alimentos del hombre. Sin embargo, para la nutrición del organismo humano, estos elementos químicos simples deben ser suministrados en forma de substancias vegetales o animales. Las patatas, por ejemplo, contienen sobre todo carbono, mientras que el pan de trigo contiene substancias carbonadas y nitrogenadas en la debida proporción.
[***] Hands, manos, significa también obreros. (N. de la Edit.)
[1] El 28 de setiembre de 1864 se celebró en St. Martin's Hall de Londres una gran asamblea internacional de obreros, en la que se fundó la Asociación Internacional de los Trabajadores (conocida posteriormente como la I Internacional) y se eligió el Comité provisional. C. Marx entró a formar parte del mismo y, luego, de la comisión nombrada en la primera reunión del Comité celebrada el 5 de octubre para redactar los documentos programáticos de la Asociación. El 20 de octubre, la comisión encargó a Marx la redacción de un documento preparado durante su enfermedad y escrito en el espíritu de las ideas de Mazzini y de Owen. En lugar de dicho documento, Marx escribió, en realidad, dos textos completamente nuevos —el "Manifiesto Inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores" y los "Estatutos provisionales de la Asociación"— que fueron aprobados el 27 de octubre en la reunión de la comisión. El 1º de noviembre de 1864, el "Manifiesto" y los "Estatutos" fueron aprobados por unanimidad en el Comité provisional, constituido en órgano dirigente de la Asociación. Conocido en la historia como Consejo General de la Internacional, este órgano se llamaba hasta fines de 1866, con mayor frecuencia, Consejo Central. Carlos Marx fue, de hecho, su dirigente, organizador y jefe, así como autor de numerosos llamamientos, declaraciones, resoluciones y otros documentos.
En el "Manifiesto Inaugural", primer documento programático, Marx lleva a las masas obreras a la idea de la necesidad de conquistar el poder político y de crear un partido proletario propio, así como de asegurar la unión fraternal de los obreros de los distintos países.
Publicado por vez primera en 1864, el "Manifiesto Inaugural" fue reeditado reiteradas veces a lo largo de toda la historia de la Internacional, que dejó de existir en 1876.
[2] Estranguladores (garroters), ladrones de los años 60 del siglo XIX, que agarraban a sus víctimas por el cuello.
[3] Libros Azules (Blue Books), denominación general de las publicaciones de documentos del parlamento inglés y de los documentos diplomáticos del Ministerio del Exterior, debida al color azul de la cubierta. Se editan en Inglaterra a partir del siglo XVII y son la fuente oficial fundamental de datos sobre la historia económica y diplomática del país.
En la pág. 6 trátase del "Informe de la comisión para investigar la acción de las leyes referentes al destierro y a los trabajos forzados", t. I, Londres, 1863; en la pág. 90, de la "Correspondencia con las misiones extranjeras de Su Majestad sobre problemas de la industria y las tradeuniones", Londres, 1867.
[4] La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se libró entre los Estados industriales del Norte y los sublevados Estados esclavistas del Sur. La clase obrera se Inglaterra se opuso a la política de la burguesía nacional, que apoyaba a los plantadores esclavistas, e impidió con su acción la intervención de Inglaterra en esa contienda.
[5] El cartismo era un movimiento revolucionario de masas de los obreros ingleses en los años 30-40 del siglo XIX. Los cartistas redactaron en 1838 una petición (Carta del pueblo) al parlamento, en la que se reivindicaba el sufragio universal para los hombres mayores de 21 años, voto secreto, abolición del censo patrimonial para los candidatos a diputado al parlamento, etc. El movimiento comenzó con grandiosos mítines y manifestaciones y transcurrió bajo la consigna de la lucha por el cumplimiento de la Carta del pueblo. El 2 de mayo de 1842 se llevó al parlamento la segunda petición de los cartistas, que incluía ya varias reivindicaciones de carácter social (reducción de la jornada laboral, elevación de los salarios, etc.). Lo mismo que la primera, esta petición fue rechazada por el parlamento. Como respuesta, los cartistas organizaron una huelga general. En 1848, los cartistas proyectaban una manifestación ante el parlamento a fin de presentar una tercera petición, pero el Gobierno se valió de unidades militares para impedir la manifestación. La petición fue rechazada. Después de 1848, el movimiento cartista decayó.
[6] La clase obrera de Inglaterra sostuvo la lucha por la reducción legislativa de la jornada laboral a 10 horas desde fines del siglo XVIII. Desde comienzos de los años 30 del siglo XIX, esta lucha se extendió a las grandes masas del proletariado.
La ley de la jornada laboral de 10 horas, extensiva nada más que a las mujeres y los adolescentes, fue adoptada por el parlamento el 8 de junio de 1847. Sin embargo, en la práctica, muchos fabricantes hacían caso omiso de ella.